jueves, 1 de mayo de 2014

Mi García Márquez

Leí Cien años de soledad hacia 1968, estimulado por la enorme provisión de libros que mi hermana Constanza y su compañero de entonces, Gabriel Osorio, decidieron incautar a varias librerías caleñas, probablemente estimulados por el Boom de la literatura latinoamericana, pero sobre todo y muy seguramente conquistados con la desmesura de nuestro máximo exponente, con la calidez y los juegos de Cortázar, con el compromiso social del Vargas Llosa del momento, con la contundencia y la limpidez de Rulfo, con las invenciones de Onetti, con tanta maravilla que surgía en este costado del mundo mientras se cantaban canciones fundadas en sueños maravillosos y en utopías que desafiaban los militarismos y las tragedias de nuestro continente, ya más que desangrado por tantas venas abiertas.

Por supuesto, me conmovieron las historias y me sedujeron las sorprendentes estrategias del relato, me divertí con el humor y me estremecí con la saga de los Buendía. El impacto fue tal que leí la novela al menos tres veces, una vez cada año, y disfruté cada vez de una propuesta diferente, de una emoción distinta, de unas ganas transformadas de intentar que el mundo no fuera el que me había tocado.


Después pude leer Los funerales de la Mama Grande y El coronel no tiene quién le escriba, concebidas con esa fuerza de la expresión nacida del desarraigo, o de la inconformidad, o de la observación crítica, o de la fuerza telúrica de nuestras historias latinoamericanas. Colombia nació allí y se hizo América Latina, y el mundo supo que en nuestros territorios se cocina el futuro de la humanidad, porque no habrá humanismo sin mestizaje y sin conciencia de la tragedia que imponen las soledades y las tristezas, y la búsqueda de una razón de ser que no se funda en los prestigios de la Historia sino en la construcción de los destinos.

Tuve la enorme fortuna de encontrar compañeros de estudio en la Universidad del Valle que me obsequiaron en un día de cumpleaños una edición todavía tibia de El otoño del patriarca. Y entonces descubrí que había una artesanía de la palabra que podía elevarla a niveles mayores. Desde que tengo ese ejemplar, varias veces degustado y compartido, sé que es posible transformar el mundo mediante el lenguaje. No creo que haya un trabajo más elaborado, minucioso e implacable, ni antes ni después de esta novela. Pocos la leen y muchos se lamentan de que aquí haya "artificios" y "enredos" en la expresión, pero yo encuentro el trabajo del joyero que inventa la filigrana y el del humanista que se adentra en la miseria de los poderosos.

En la última semana he leído en varias de mis clases un fragmento que me encanta de esta novela, aquél en el que se rememora el invento del descubrimiento de América, evento que coincide con las amenazas permanentes de los acorazados de los Estados Unidos sobre las poblaciones del Caribe, episodio en el que Europa y el resto del mundo comenzaron a ser conquistados por quienes habremos de hacer posible un mundo realmente nuevo.

No escribo más, porque se ha escrito demasiado...

En Bogotá, mayo 1 de 2014

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