lunes, 30 de julio de 2012

Compensaciones


La primera (para la segunda faltan quince días)

Se creerá que los bancos tienen todas las de ganar y que nosotros, sufridos pero no siempre pacientes usuarios de lo que en esas instituciones dan en llamar “servicios”, aceptamos no sólo de buen grado sino con humildad de bueyes sus estudiadamente “leves” atropellos de cada día.

Pero no hay tal. Gervasio Domínguez ha estudiado, con la minuciosidad que caracteriza a los colombianos de bien, algunos modos de incomodar (es lo menos que se puede) a los funcionarios de una entidad crediticia española que, en adelante (hay que cuidarse), llamaremos simplemente “banco”.

Gervasio ha cancelado cumplidamente sus obligaciones hipotecarias durante seis años. Cada fin de mes acudió a alguna de las sucursales del banco, hizo la fila respectiva e hizo el pago correspondiente a la cuota vencida de cada ocasión. Pero advirtió, ya en la tercera cuota, que las cuotas no se pueden pagar con la cifra exacta que indican las puntuales facturas que llegan a su casa. Por ejemplo, el último mes debía abonar seiscientos setenta y un mil ciento diecinueve pesos. Como en Colombia se abolieron las monedas de uno, cinco, diez y veinte pesos, dejando solamente en circulación las de cincuenta, cien y quinientos, entregó al cajero de turno seiscientos setenta y un mil ciento cincuenta. El tipo lo miró un poco extrañado, pues seguramente hubiera esperado dos monedas de cien en lugar de tres de cincuenta, pero aceptó el pago sin más, cuidándose muy bien de ingresar en su computador el valor que indicaba la factura. Total, Gervasio perdió apenas treinta y un pesitos.



Pero Gervasio ha aprendido a ser desconfiado, y se tomó el trabajo de buscar en Internet cuántos clientes podría tener el banco, sin contar las personas que acuden a sus oficinas a pagar servicios públicos u otros “servicios bancarios”. Como no halló cifras “oficiales” de la entidad, pensó en hacer algunos cálculos con base en informaciones periodísticas, publicidad del banco, investigaciones sobre el mercado hipotecario en el país y cuantos datos pudo encontrar en la gran red. Justamente el día de sus dudas y sus consultas, un periódico anunciaba que el banco había ampliado su cobertura pues acababa de incorporar a su red de oficinas (250) las de otro banco (132), tras una operación de “fusión por absorción” felizmente oficializada la semana anterior.

Gervasio pensó que si era cierto que el banco, como se jactaba en sus informes, había llegado a abarcar el veintidós por ciento del mercado hipotecario del país, no podría contar con menos de un millón de clientes, cifra que le pareció “redonda y simple”, como explicó después de intentar cálculos más precisos pero dándole ventaja al banco en cuanto al número de ciudadanos que cancelan cuotas de créditos cada mes “en toda la geografía nacional”, como anotó mi buen amigo.

Además, Gervasio imaginó (porque la imaginación también cuenta a la hora de hacer cuentas) que del millón de clientes que mensualmente pagaban alguna cuota al banco, o recibos de servicios públicos, o “servicios bancarios”, no menos de un 80% tendrían que cancelar cifras “no redondas” (es decir, cerca de ochocientos mil pagarían al banco cuentas que se expresarían en términos de pesos que no llegarían a cientos): en el peor de los casos —para el banco— alguien tendría que enfrentar una cifra como dos millones seiscientos cincuenta y nueve mil novecientos noventa y nueve mil pesos, de manera que el banco se ganaría un peso sin hacer más que el recaudo. Pero seguramente (imaginó Gervasio) el banco obtendría ganancias mayores, porque es más que inusual que en los cobros aparezcan cifras tan cercanas a un cien redondo.



Así las cosas, lo que Gervasio entendió es que el banco se hacía a unas buenas ganancias al no tener que devolver el excedente que pagaban sus clientes al hacer los pagos por sus facturas mensuales de hipotecas y otros servicios bancarios.

Gervasio pensó: “Si estos tipos tienen un millón de clientes, y si del millón de clientes un 80% paga cuotas mensuales que no llegan a cientos “redondos”, es posible que en promedio esos clientes le dejen al banco más o menos 20 pesos por cada transacción, lo que significa que el banco gana veinte millones de pesos cada mes, dinero que le sirve para pagar a diez cajeros (los bancos, y éste en particular, no pagan dos millones de pesos por cajero cada mes).

    Malditos —dijo Gervasio, y calló, mientras pensaba en su venganza.

Como el banco advertía a los clientes que debían cancelar sus cuotas en las fechas previstas, para poder liquidar con exactitud intereses o beneficios, Gervasio pensó que si pagaba sus cuotas unos días antes del vencimiento el banco debería reducir el monto de los pagos siguientes.

Al banco esto no le gustaba, aunque por ley debía advertirlo a sus clientes: si pagan antes de la fecha de vencimiento de las cuotas pactadas tendremos que reducir al importe de las siguientes, y eso no solamente nos duele sino que implica que trabajemos: lo mejor es que paguen en las fechas que fijamos (que están claramente indicadas en las facturas que enviamos a sus casas).

Gervasio dijo:

    ¡La berraquera! ¡Los jodí!

Y adelantó ahorros, y apuró fechas, y dejó de freír un huevo tres días antes de la fecha en la que el banco esperaba la siguiente cuota. Y pagó lo que “el sistema” indicaba. Y el cajero le dijo que no era bueno cancelar antes de lo indicado. Y Gervasio no dijo nada (tendrían que re-liquidar los pagos, y perderían algunos pesos, y habría algo más de costos por papelería y tiempos de trabajo de algunos empleados).

El mes siguiente Gervasio halló que en su factura la cuota se reducía en cuarenta y tres pesos. El logro no le pareció tan grande como las ganancias mensuales del banco, pero pensó en el tiempo que habían debido dedicar dos o tres funcionarios para reliquidar sus cuotas, y en la obligada y mínima reducción de su siguiente pago. Y estaba feliz, y hasta con ganas de hacer públicos sus hallazgos.

Y Gervasio decidió, por una vez en más de quince años, comprar una botella de buen vino e invitar a disfrutar porque sí a siete de sus mejores amigos.

Luis Jaime Ariza Tello

En Bogotá, julio 30 de 2012