martes, 18 de noviembre de 2014

Frotar la lámpara

Recibo en mi correo virtual un mensaje amoroso que me invita a comenzar el día escuchando una melodía (You Are Too Beautiful) interpretada por Thelonious Monk, pianista y compositor de jazz, quien no tuvo que vivir más que 65 años para mostrar que el talento y la genialidad realmente existen, y que se pueden encontrar siempre y cuando se busquen, y que quizás todos los humanos poseen uno y otra en alguna medida, sólo que a veces nos educamos para no verlos, para no experimentarlos, para claudicar en el empeño por hacerlos nuestros.

Monk fue esencialmente un músico autodidacta. Supo desde niño (comenzó a tocar el piano a la edad de seis años) que la música lo habitaba, que era un territorio que habitaría desde entonces y para siempre porque con ella podía sentir y expresarse. Si hubiera asistido a una academia quizás habría acelerado su dominio técnico del instrumento, pero podría haberse frustrado como intérprete siguiendo exigencias o conceptos de algún educador vacío o neurótico o autoritario que le señalara “los modos correctos” de mover sus manos sobre un teclado, de valorar y escoger las piezas que valía la pena conocer, estudiar, interpretar.

Monk seguramente halló que poseía internamente esa especie de lámpara maravillosa que podría liberar su genio interno, el que todos poseemos en una u otra medida pero que se esconde o nos inducen a creer que no existe porque el saber, como se suele pensar institucionalmente, ya está establecido y nos puede ser administrado a cuentagotas, sin posibilidad de réplica o de interrogación o de crítica, bajo la condición de que seamos obedientes alumnos que se sientan desde los cinco hasta los veintitantos años a escuchar, copiar, memorizar y repetir mil “verdades” externas (ninguna propia).



Monk estudió en el instituto Stuyvesant, pero jamás llegó a graduarse. Yo suelo recordar con mis amigos la experiencia criolla de Estanislao Zuleta, quien advirtió que resultaba más conveniente para su genio interno abandonar las aulas del colegio donde cursaba el bachillerato y dedicarse a leer a Proust, a Freud, a Tomas Mann, a Marx, a muchos autores que creía le hablaban y le decían mucho de lo que no le dirían sus profesores, porque ellos habían preferido “saber” lo que se “debe saber” antes que buscar y trabajar en la construcción de su propio conocimiento.

Se puede hallar el genio interno, pero cuesta: cuesta renunciar a creer que la verdad (la que sea, sobre lo que sea) es patrimonio de quien la reclama como suya porque posee uno o más títulos académicos; cuesta renunciar a la esclavitud que supone actuar como borregos y andar sólo cuando el rebaño se mueve, y tal como el rebaño lo hace; cuesta despertar, confiar en uno mismo, actuar libremente aunque se nos tilde de indisciplinados o inoportunos o impertinentes o contestatarios…; cuesta creer en nuestra propia genialidad (no importa qué tan pequeña o grande sea), hallar la lamparita interna que la alberga, frotarla y, por fin, educarnos para vivir con plenitud nuestras vidas.

Luis Jaime Ariza Tello,

en Bogotá, noviembre de 2014 

sábado, 3 de mayo de 2014

Hay lo que digo...

Hay lo que digo
por cercano y fuerte
o necesario;
hay lo que callo
por distante, extraño,
tal vez amenazante.

Nada me aterra más hoy
que estar solo de veras y de ti;
nada, más que pensar que un día
no haya respuesta en tu mirada.

Y digo, entonces, que me importa todo
recitar tus palabras,
y que las mías no valgan
más que como aliento
para que me declares presente y cierto y tuyo.

Lo necesario,
lo ominoso,
tú, yo.


En Bogotá, abril 30 de 2014

jueves, 1 de mayo de 2014

Mi García Márquez

Leí Cien años de soledad hacia 1968, estimulado por la enorme provisión de libros que mi hermana Constanza y su compañero de entonces, Gabriel Osorio, decidieron incautar a varias librerías caleñas, probablemente estimulados por el Boom de la literatura latinoamericana, pero sobre todo y muy seguramente conquistados con la desmesura de nuestro máximo exponente, con la calidez y los juegos de Cortázar, con el compromiso social del Vargas Llosa del momento, con la contundencia y la limpidez de Rulfo, con las invenciones de Onetti, con tanta maravilla que surgía en este costado del mundo mientras se cantaban canciones fundadas en sueños maravillosos y en utopías que desafiaban los militarismos y las tragedias de nuestro continente, ya más que desangrado por tantas venas abiertas.

Por supuesto, me conmovieron las historias y me sedujeron las sorprendentes estrategias del relato, me divertí con el humor y me estremecí con la saga de los Buendía. El impacto fue tal que leí la novela al menos tres veces, una vez cada año, y disfruté cada vez de una propuesta diferente, de una emoción distinta, de unas ganas transformadas de intentar que el mundo no fuera el que me había tocado.


Después pude leer Los funerales de la Mama Grande y El coronel no tiene quién le escriba, concebidas con esa fuerza de la expresión nacida del desarraigo, o de la inconformidad, o de la observación crítica, o de la fuerza telúrica de nuestras historias latinoamericanas. Colombia nació allí y se hizo América Latina, y el mundo supo que en nuestros territorios se cocina el futuro de la humanidad, porque no habrá humanismo sin mestizaje y sin conciencia de la tragedia que imponen las soledades y las tristezas, y la búsqueda de una razón de ser que no se funda en los prestigios de la Historia sino en la construcción de los destinos.

Tuve la enorme fortuna de encontrar compañeros de estudio en la Universidad del Valle que me obsequiaron en un día de cumpleaños una edición todavía tibia de El otoño del patriarca. Y entonces descubrí que había una artesanía de la palabra que podía elevarla a niveles mayores. Desde que tengo ese ejemplar, varias veces degustado y compartido, sé que es posible transformar el mundo mediante el lenguaje. No creo que haya un trabajo más elaborado, minucioso e implacable, ni antes ni después de esta novela. Pocos la leen y muchos se lamentan de que aquí haya "artificios" y "enredos" en la expresión, pero yo encuentro el trabajo del joyero que inventa la filigrana y el del humanista que se adentra en la miseria de los poderosos.

En la última semana he leído en varias de mis clases un fragmento que me encanta de esta novela, aquél en el que se rememora el invento del descubrimiento de América, evento que coincide con las amenazas permanentes de los acorazados de los Estados Unidos sobre las poblaciones del Caribe, episodio en el que Europa y el resto del mundo comenzaron a ser conquistados por quienes habremos de hacer posible un mundo realmente nuevo.

No escribo más, porque se ha escrito demasiado...

En Bogotá, mayo 1 de 2014

miércoles, 9 de abril de 2014

La tía Lucrecia


María Lucrecia Tello Marulanda. Los sobrinos creíamos que era una especie de sabelotodo, y una hormiguita que hacía por veinte en Santander de Quilichao, esa tierra de oro que los abuelos vieron transformarse, desde su casa del Parque Santander, de un pueblo de paso a un prometedor asentamiento, quizás el más importante del norte del Cauca. Ellos murieron cuando todavía el ferrocarril estaba vivo y llevaba pasajeros y carga desde Cali hasta Popayán, y alimentaba la vida de pequeños pueblos y caseríos hasta donde se viajaba a mercar (Timba, Quinamayó y Guachinte, hacia el oriente de Jamundí, y Mondomo, Piendamó y Calibío hacia el sur). Y la tía Lucrecia era una cosa y la otra. Y era más, porque siempre andaba ocupada en mil asuntos, y se enfundaba en unos tenis talla 34 para subir a Munchique a visitar a los Tróchez, trayéndose uno tras otro para que mientras trabajaban en la casa aprovecharan para ir a la escuela, y llegaran a hacerse líderes de sus resguardos; o salía con su proyector de cine de 16 milímetros a proyectar en las paredes blancas de alguna casa películas de Chaplin o de aventureros o de romances en blanco y negro que llenaban de ilusiones y de sueños a decenas de niños; o atendía en la biblioteca "Pablo Marulanda" (así llamada en honor al abuelo materno que vivió en Rionegro y conoció a José María Córdoba) a chicas y muchachos de las escuelas y los colegios que no tenían dónde hacer consultas para cumplir con sus tareas; o vendía El Campesino; o compraba artesanías a los indígenas y a los negros de Villa Rica y Puerto Tejada; o andaba organizando el grupo de "Los Alegres Negritos", de Dominguillo, para que ensayaran con sus violines de guadua y sus percusiones ancestrales hasta llegar a conquistar un premio de Asocaña que les valió participar en la grabación de un disco.

Antropóloga, historiadora, periodista...

Estudió en la Universidad Javeriana, en Bogotá, en una época de gran agitación política. Y luego estudió más, y toda la vida estudió. Y llegó a pertenecer a la Academia de Historia del Cauca. Y soñaba con crear una Casa de la Cultura, propósito para el cual compró la casa de las tías abuelas Marulanda, lugar que llenó de cientos de fotografías y de libros. Y cantó en el coro de la Universidad del Valle cuando lo dirigía el maestro Simar, y cantaba también en las novenas navideñas, y en el pueblo se la tenía por consejera, por animadora cultural, por activista y defensora de derechos de los paeces y de los negros del norte del Cauca.


Recuerdo andar por la galería (la plaza de mercado) y por el parque, con los primos Guido Alfredo y Bernardo Antonio, voceando a todo pulmón "Mundo Nuevo", un periódico que hacía y financiaba completamente, y que pudo sostener por algún tiempo. Recuerdo sus archivos llenos de fotocopias de documentos para su proyecto de escritura de una Historia de Quilichao, o para sus investigaciones sobre la genealogía de algunas familias quilichagüeñas, o para desenredar la madeja de historias asociadas con la esclavitud, o con los derechos territoriales por los que los indígenas debían levantarse contra las familias terratenientes del departamento.



Hoy, tras publicar una serie de fotografías tomadas por ella en Bogotá, el 9 de abril de 1948, tras el asesinato de Jorge Eliécer Gaitán, recibí un mensaje de algunos amigos quilichagüeños quienes me cuentan que trabajan en un proyecto de Casa de la Cultura y que propondrán que lleve su nombre. Tras la muerte de la tía recuerdo que propuse que la casa de los abuelos se convirtiera en sede de una fundación, y que allí se creara la biblioteca "Pablo Marulanda", que se alojara la Casa de la Cultura, que se exhibieran los cientos de piezas de cerámica precolombina que rescató de los guaqueros, sus artesanías, sus fotografías... La casa se vendió y los proyectos se diluyeron. Yo conservo una parte de los archivos de la tía, y es probable que trabaje en alguna publicación que permita a sus coterráneos conocer sus escritos, sus poemas, algo de tanto por lo que trabajó.



Me animé a escribir esta nota por sugerencia de algunas amigas. Y no la hago más larga porque sé que debo dedicar más tiempo y más letras para recordar a la Tía Luca, para hacerle un homenaje a la altura de sus realizaciones. Debo ahondar más en los archivos, en sus apuntes, en sus fotografías, en mi memoria y en la de mis familiares.

Publico las fotografías del "Bogotazo". Inéditas (no sé por qué nunca las hizo públicas). En alguna parte, creo, están los negativos.



Una fotografía reclama de quienes la observan imaginar un tiempo ido. También, cuando se trata de documentos sobre eventos históricos, que pensemos en la estupidez, o en el heroísmo, o en la condición de los humanos. Impone que nos pensemos y que tratemos de que el mundo que vivirán nuestros hijos sea algo mejor.


Prometo hablarles más de la tía en muchas nuevas ocasiones.


Un abrazo.


Luis Jaime,
En Bogotá, abril 9 de 2014

miércoles, 26 de febrero de 2014

NOTA: No hay una dedicatoria porque hay una dedicación... Vos sabés.

Caro Recuerdo

Puede ser la lluvia. O tal vez no. También hay un café y la neblina de un par de cigarrillos que se ha instalado a la altura del techo y allí se difumina por la sala. Hay otras circunstancias, y hasta una colección de objetos que me acompaña en un espacio que ha ido recibiendo mis recuerdos, los trazos discontinuos de otros tiempos, de empresas iniciadas o terminadas, de dulces fracasos, de quimeras y sueños, la historia que desordenan los libros y los discos en un alfabeto que impone otros sentidos, aquellos que propone cada visitante, tantos y diferentes modos de armar el andamiaje para futuros encuentros e inimaginadas ocupaciones o proyectos. Y con la lluvia vos. Como un espejo, el otro lado de esa fotografía que rescataste  del montón de tantas otras, un viaje en tren por entre las montañas que cercan tu ciudad, que es la mía, donde otra ventana me asoma a tu mirada perdida en los múltiples temas que siempre traen las lluvias, o el café, o los libros, y siempre la música.


Pensar que hay un espejo me ayuda a imaginarte; ver llover es para mí situarse como tras una cortina, no porque busque ocultar el afuera sino porque hay el anhelo de volcarme hacia adentro. Y el mío esta tarde sos vos, pidiendo que adivine qué canción le vendrá bien a tu nostalgia. Y busco (Adamo, Albano, Aznavour…) esa tarde en que pude simular que recorría tus mismos caminos bajo el sol liviano de las cinco y el profundo azul que tantas veces rompe las fríos de mi ciudad, la tuya, y que se instala en las paredes de las casas, en el parque (niños y perros, parejas en los prados, el vendedor de helados o de golosinas), en el sol de la callecita donde te imaginé, el pelo suelto y los pasos tranquilos de quien puede dejar el trabajo y las obligaciones encerradas, bajo llave, como bien les viene y merecen de vez en cuando; una calle como todas las calles de las adivinaciones y el deseo, y que está en todas las ciudades del planeta, en la que se espera y se siente una presencia que es justo aquella que se reclama del otro lado del espejo, la carta o la fotografía…

La música te trae, te propone desandando caminos, forzando los recuerdos hasta una invención en la que llegamos a estar juntos, capaces de abolir los mundos del espejo, dispuestos a mirarnos del otro lado de esa fotografía, que a duras penas se sugiere en la línea que proponen tus ojos (los míos: estoy allí, te miro, vos sabés), y entonces busco entre los discos otra canción (la que me estás pidiendo, la que propone ese otro modo de decirnos cuánto nos buscamos), y la encuentro justo en el momento en que recuerdo un texto y lo leo (te leo) y regreso a la imagen de tu fotografía, a ese espejo que devuelve un gesto tuyo que confirma mi esperanza en esta tarde nuestra de lluvias y calles, y de espejos.

En Bogotá, febrero 26 de 2014

miércoles, 12 de febrero de 2014

Jesús Alberto Valdés Alvarez

En la Universidad del Valle le decíamos simplemente "Chucho". Era callado, taciturno, y solía sentarse en los puestos de atrás en un salón al que llegábamos después de subir unas escaleras y atravesar un pasillo que nos hacían sentir como en el último rincón del mundo. Allí llegábamos pocos, los del grupo de primíparos, para iniciarnos en los discursos y las experiencias de una carrera que todavía no inventaba énfasis y, por el contrario, nos permitía inventarla sin los cuentos organizacionales o periodísticos que hoy abundan y poco sirven para que este país y este mundo sean mejores.

Hablaba poco. Supe que vendía gelatinas que hacía un tío suyo por los lados de Siloé. Una vez fui a su casa y conocí a su madre y a su hermana. En segundo semestre, en un Seminario que dictaba Jesús Martín, nos encontramos haciendo parte de un grupo que intentaba saber qué espacio dedicaban los periódicos del país para tratar asuntos políticos, deportivos, económicos, culturales, comerciales, etc. Ya comenzábamos a decepcionarnos, o a advertir que si llegábamos a actuar como comunicadores no haríamos lo que suelen hacer quienes se dicen comunicadores. La pregunta por el sentido se hizo carne y habitó entre nosotros desde entonces, y muchos aún seguimos haciéndola, porque descubrimos que no estamos bien con el país, con los dictados de los tiempos, con las exigencias de un mundo que cada vez es menos confortable para la mayoría.



Tras el allanamiento a las residencias universitarias, volvimos a vernos porque Chucho andaba sin un espacio para descansar. Había participado en algunas experiencias de invasión en el Oriente caleño, y sé que estuvo muchas noches cuidando el cambuche que esperaba sería su casa. En Miraflores encontró asilo, en el sótano feliz que yo compartía entonces con Eugenia. Allí tuvimos noches memorables, al lado de Armando y Jesús EduardoRojas, Walter Mondragón, Fernando Molina y Hernán López. Ocasionalmente llegaban otros visitantes a compartir unos vinos, mucha "carreta", dibujos y poemas, decenas de canciones, litros de vino y de afectos, historias y sueños.

Un sueño nos embarcó en la empresa de viajar por el Cajambre desde la desembocadura hasta la cumbre de los Farallones de Cali. La expedición Botánica, que intentaba emular el trabajo del sabio Mutis, nos llevó a perdernos de la Sultana para conocer en vivo las ratas de monte, los guácharos del Pacífico, las boas, las lechuzas, las ardillas, las poblaciones apartadas y excluidas de nuestro litoral recóndito, a hacernos sensibles a voces que nunca habíamos escuchado y que más adelante nos volverían a unir en el propósito de ser útiles para otros.

Nos hicimos un poco más amigos, porque el trato despótico e infame de un vasco con ínfulas de nuevo conquistador hizo que viéramos que quienes nacimos y habitamos este fragmento del mundo tenemos corazón y ganas y fortaleza y capacidad para que el planeta sea distinto, mejor, amable y solidario.

Volví a verlo unos años después, tras regresar de un tiempo de trabajo en Tumaco. Alvaro Pedrosa me había invitado a cocinar un sueño alfabetizador que implicaba hacerse amigo de las gentes de varios corregimientos de Jamundí y del Distrito de Aguablanca, en Cali, y llegó el momento en que necesitábamos las ganas, el entusiasmo y la dedicación de otros amigos. Y llegaron Aurora, y Alberto y Chucho y Fernando. Y luego hubo los gérmenes de la Fundación HablaScribe, y más adelante la propuesta y la gesta iniciática de "Los entintados", y la experimentación y las invenciones y las noches en vela para crear nuestra propia "carreta" sobre la comunicación popular.



Chucho viajó a Buenaventura. Los demás a Tumaco, a Guapi, a Bahía Solano. Y todos tuvimos que ver con la emergencia de pueblos que antes no tenían voz o, como dijimos, no habían roto el silencio. Y encontramos decenas de cómplices que comprendían que el asunto no se resumía en resolver un modo de vida particular sino en hallar el sentido para nuestra formación y nuestro trabajo cotidiano.

Disentimos muchas veces. Y hasta peleamos, Pero nos supimos respetar y aprendimos unos de otros. Desde que buscábamos sacarle partido a un Atari hasta cuando nos hicimos tipógrafos y diseñadores gráficos; desde que participábamos en charlas sobre "la cuestión gráfica" hasta que nos hicimos diseñadores de estrategias de comunicación para la transformación de este país dolido.

Jesús Alberto construyó muchas de sus opciones de vida en estas lides. Optó, finalmente, y después de quince años, por una vida en familia, por una hija, por "la conversa" cotidiana con gente que vive y muere con cada día y cada noche. Y dejamos de vernos, porque cada quien decidió buscar otros caminos, ante los cercos institucionales y gubernamentales por frenar los esfuerzos de quienes queríamos sembrar reflexiones y rebeldías y autonomías y solidaridades en algunos rincones de Colombia.

Los tercos continuaremos con el intento, y haremos el esfuerzo porque vidas como la de Jesús Alberto inspiren nuestras acciones, las mismas que nos comprometen con un humanismo que apenas se esboza.

Luis Jaime, en Bogotá, febrero de 2014