sábado, 24 de noviembre de 2012

De los cajones...


De vez en cuando intento deshacerme de papeles que me acompañan desde hace más de treinta años. La mitad de mi familia sabe que se trata de un propósito inútil, porque entre los Tello Marulanda siempre hubo lectores, secretos poetas, políticos de ocasión, periodistas de corazón, historiadores que buscaban saberse y explicarse en tanto escarbaban en libros y en relatos de los mayores la historia de sus antepasados. Por éso hay en esa familia genealogistas, historiadores, constructores de versos, iconoclastas, músicos amantes de mil estilos, archivistas...



La tía Lucrecia, por ejemplo, se empeñó durante casi toda su vida en crear una Casa de la Cultura en Santander de Quilichao, y quiso que su biblioteca de muchísimos volúmenes se convirtiera en la Biblioteca Pablo Marulanda, un lugar en el que los estudiantes del Instituto Técnico, del Colegio Fernández Guerra y de todas las escuelas del municipio pudieran hacer consultas y apropiar la memoria de sus mayores, de los indígenas de las montañas vecinas y de los negros de casi todas las vecindades. Ella impulsó la creación de grupos folclóricos (uno de ellos, de Dominguillo, ganó un premio de Asocaña, con músicos que tocaban con un violín de guadua y los cueros que recordaban su África lejana), y la organización y la gestión de los paeces de Munchique, algunos de los cuales vivieron en casa de mis abuelos mientras asistían a una escuela y se formaban como líderes de sus comunidades (Julio, Rufino, Santiago... hasta Floresmiro, quien ahora trabaja con su comunidad y la ha representado en eventos que lo llevaron a Europa y África). Recuerdo también que compró un proyector de cine de 16 mm, y que con él reunió gente en sitios abiertos exhibiendo películas sobre una sábana. Sé que trabajaba en una historia de Quilichao, al igual que su hermano Marco Tulio, en Palmira. Conservo parte de su archivo, con una serie de poemas que espero hacer públicos, algunos escritos que le publicaron en distintos diarios del país, y varios ejemplares de Mundo Nuevo, un periódico que hacía ella sola y que voceábamos desde el parque Santander hasta la galería mi primo Guido y yo, cuando teníamos ocho y siete años.

El cuento de los cajones no tiene que ver con la fama o la fortuna. He pensado que los relatos sobre los fundadores de la familia tienen el enorme valor de aproximarnos a lo que hemos llegado a ser quienes aún vivimos. Sé, por ejemplo, que Félix Tello acompañó como dibujante la expedición del sabio Mutis, subiendo desde Quito hasta el norte del Cauca y quedándose en esas tierras de barro colorado y extensas planicies desde las que se puede ver en algunas tardes el nevado del Huila. Sé que Pablo Marulanda llegó de Rionegro, después de haber presenciado un homenaje que ese pueblo antioqueño tributara al General José María Córdoba. El abuelo Marco Tulio se alistó en uno de los ejércitos que combatió en la Guerra de los Mil Días, estuvo en Buenaventura registrando embarques y desembarques de buques que viajaban entre Europa y nuestro Nuevo Mundo, y llegó a ser Notario en Timbiquí.

Por mi parte, sólo pensando en abuelos, bisabuelos y taratabuelos puedo explicar parcialmente mi vinculación con una Expedición Botánica que recorrió parte del río Cajambre en 1983, y que luego recorriera casi todos los pueblos del Pacífico trabajando en proyectos de alfabetización, de participación social, de conservación y uso sostenible de la biodiversidad, de promoción y prevención en salud...

Así que hay mil razones para no deshacerse de los papeles que se guardan.

En mi archivador, que fue de la tía "Luca", guardo papeles de mis años de universidad. Guardo cartas, notas, textos mimeografiados, fotocopias, dibujos, escritos de mis tíos y mis abuelos, borradores de textos que escribí hace cuarenta años...

De esos archivos tomo un intento de poema que escribí en 1990, después de leer el Heráclito, de Rodolfo Mondolfo, en la edición que Siglo XXI publicó en 1966. Lo someto a la lectura de quienes me regalan su presencia en este blog.



Sín título

Ajeno a los poderes que sobre otros
deparan las fatigas cotidianas,
mientras la noche avanza hacia mañana,
duerme un hombre. No conoce los rostros
de los jóvenes cuyos pasos persigue
por un sendero que termina en playa;
no conoce la playa. Es el testigo
de un ingenuo romance, del idilio
que el mar calmo bendice. Ellos callan,
se miran y se besan; y ellos hablan,
y la noche cobija sus palabras.

En el sueño se pierden los amantes;
brilla la luna, la marea baja.
El soñador despierta: ya es mañana.

Dos amantes dan gracias al milagro
que el amor prodigó en la noche clara.

Los amantes son colaboradores
del desorden del cosmos y de su orden.

En Cali, 1990