lunes, 24 de diciembre de 2012

Canción para el nuevo ciclo...


A León Felipe poco se le encuentra en las librerías, pero siempre se le recuerda cuando se habla de poetas comprometidos con la vida. La magia de internet ha permitido que tengamos la posibilidad de volver a sus poemas, que nos hablan de asuntos que cada vez nos deberían ocupar más.

Tengo una edición de 1965 de la Antología Rota, de Editorial Losada, que me encontró queriendo escribir un mensaje de fin de año para mis muchos y queridos amigos (incluyendo los que aún no conozco), mis estudiantes de hace treinta o veinte o diez años (y los de ahora, y los que tendré), y una familia que crece con los días porque uno termina por darse cuenta de que puede tener miles de hermanos.

A todos los abrazo. Quizás valga la pena recordar que los años se cuentan, entre muchas otras razones, para que cada uno se sepa mejor y sea mejor. La idea de que la vida tiene ciclos importa si comprendemos la vida.

Les recuerdo al poeta:



I

NO ME CONTÉIS MÁS CUENTOS

Ya se han contado todos.
Todos se han dicho y se han escrito.
Y todos se han ovillado y archivado.

Los ha contado el viejo patriarca,
los han contado el coro y la nodriza,
los ha dicho un idiota, lleno de estrépito y de furia,
se han grabado en la ventana y en la rueda
y se han guardado en cajas fuertes las matrices.

Hay réplicas exactas de todas las tragedias,
discos fonográficos de todas las salmodias,
y placas fotográficas de todos los naufragios.
Ningún cuento se ha perdido. Estad tranquilos.
Se sabe que el poema es una crónica,
que la crónica es un mito,
la Historia una serpiente que se muerde la fábula
y el poeta doméstico el cronista del Rey y el Arzobispo:
el narrador de cuentos.

Todos se han registrado.
Y todos están vivos todavía. Ahí pasa el pregonero:
“¡Cuentos!... ¡Cuentos!... ¡Cuentos!...”
Es aquel viejo narrador de sombras y de risas
que ahora pregona cuentos.
Pero yo no quiero cuentos…
No me contéis más cuentos.

[…]

Max Aub (a quien también vale la pena buscar y leer) con León Felipe

VII

EL GUSANO

Soy gusano que sueña… ¡que quiere!
—Contaré el sueño del gusano.

Narradores de cuentos, el gusano
no se chupa el caramelo de la cola. No es un cuento.
Es un sueño que camina.
Repta.
Y deja sobre la hierba oscura
una secreción viscosa… y fosforescente;
un hilo glutinoso… y lumínico…
¡lumínico! La baba es una estela. Anotad esto bien.
Cavad aquí para marcar una señal,
clavad aquí una estaca, aquí, aquí;
que aquí sobre esta tierra… sobre la Tierra,
sobre este gran ovillo devanado con baba,
sobre la estela verde que segregó el gusano,
sobre el sudor oscuro que vertieron sus glándulas,
sobre su llanto ciego de semilla y de feto,
sobre los restos de su capullo y su sarcófago,
sobre la ganga adámica de su morada mística,
sobre el cascarón roto de su bóveda abierta
y sobre los escombros de su Iglesia podrida
levantaremos un día nuestra casa,
nuestra ciudad
y nuestro vuelo.

¡Dios nos guía!

Porque el gusano no es un cuento, narradores de cuentos,
es un signo… un sueño…
un sueño alegre que empezamos a descifrar.

NOTA: textos tomados de Antología Rota, de León Felipe, Editorial Losada, Buenos Aires, segunda edición, 1965.

jueves, 13 de diciembre de 2012

60

Decía Jorge Luis Borges que los números, cuando son redondos y concluyentes, provocan reacciones asociadas con imaginarios eventos que trascienden, que dislocan, que guardan promesas, que cierran ciclos.

Pasa con las edades, como saben tan bien quienes han llegado a los 20, a los 30, a los 40...

Yo cumplo sesenta años este 14 de diciembre. Y es inevitable mirar atrás, porque a uno le da por dedicar semejantes cifras a la evocación.

Yo creo haber sabido vivir, y la evidencia de ello está en que no me caben tantos buenos recuerdos que atesoro, comenzando con una sala con muebles cuasi antiguos que había en mi casa, y los juegos con una cachorrita que tuvo la generosidad de darle a mi familia algo más de trece años de compañía perruna y agradecida, y los tractores rojos que me regalaron mis padres en mi cuarto cumpleaños en una casa de Sucre con Ecuador (Medellín), y la cometa que mi tío Carlos Augusto me obsequió en mi quinta navidad, y una bicicleta que me paseó por el barrio El Recuerdo (causalidad feliz) cuando Bogotá era la felicidad de estar en cama leyendo cómics de Paquita, La Traviesa, Pepita y Lorenzo, y decenas de títulos que cambiábamos en los cines matinales de cada domingo...

Mucho tiempo después entendí la sentencia del mismo Borges que plantea que "La patria es la infancia". En el colegio de El Virrey Solís, cuando cursaba cuarto año de primaria, decidí vincularme a un grupo de "catequesis", quizás ilusionado con la idea de que llegaría a ser un franciscano. Íbamos al barrio Altamira, que por la época quedaba lejísimos, y allá los chicos que asistían a las reuniones que acompañaba Fray Cabrera nos regalaban bloques de vidrios de colores que una fábrica arrojaba a un caño.

Si la patria es la infancia es porque generalmente uno busca volver a esos lugares en los que la vida lo trató bien. Hace unos doce años, en Medellín, pasé por la casa en que viví hace ya más de cincuenta años; en Cali hice lo mismo con la casa de la Calle 10 Sur número 11-28 (antigua dirección, inútil hoy) del barrio San Fernando.

Entre los recuerdos de la patria, muchos asociados con música. En mi paráfrasis de Borges diría que la patria es la música: la de la orquesta de Lucho Bermúdez, que animaba las tardes de sábados y domingos del Club San Fernando; la de la típica de Francisco Canaro, que llegó a mi casa como obsequio por la compra de una radiola, y que surtió mis juegos de locutor de emisora; la de los Corrraleros de Majagual, que sonaba en las tardes radiales de Bogotá y en las fiestas navideñas de Quibdó a comienzos de los años 60s; la de la Nueva Ola del mundo entero, que por primera vez hablaba del amor como una necesidad cotidiana...

Todavía hoy la música anda conmigo, y tarareo sin cesar cuando camino a mi trabajo o al encuentro de un amor.

Tuve un grupo de músicos que construyó sus propios instrumentos. Sus integrantes fueron casi todos trabajadores de la industria azucarera, en Palmira. Ovidio Ordóñez hizo un arpa animado por un grupo paraguayo que vio en un televisor que ofrecía imágenes en blanco y negro; Juan López me enseñó boleros antillanos y guarachas, mientras tocaba la guitarra y se hacía acompañar por las maracas de Asunción Perea; Duqueiro Lasso, operador de un tractor en el ingenio Central Tumaco, hacía coros; teníamos voces femeninas, y nos atrevimos a hacer un güiro de guadua y unos bongoes metálicos que pintó de rojo escarlata otro amigo que tenía un taller de latonería y pintura. Y cantamos en casi todos los cuarenta y dos municipios del Valle del Cauca, en sindicatos y en parques.

A la música se han sumado tantas personas que amo:

Tres hijos: Luis Felipe, mi hermoso Luis Felipe, quien ya me hizo abuelo, el hombre generoso y alegre al que quiere todo aquél que lo conoce. Su fortuna es la amistad, su enseña es la alegría para vivir. María del Mar, lejana hoy, me hizo feliz amando la lectura (mi otra pasión) y decidiendo que la Filosofía y la Literatura serían motores de su existencia. Sergio, quien apenas comienza a decidirse y ya es capaz de buscar dentro de sí para programar sus vuelos futuros.

Mis amores, cada uno con su sello y con su marca, cada cual con sus propias canciones, cada uno con su piel y con sus retos.

Mis hermanas, todas, cómplices y amorosas, incondicionales cuando hay merecimientos, radicales, inquietas, cercanas.

Mis padres, confusos pero siempre decididos, tercos y nobles, duros y convencidos.

Mis tíos, mis primos (otros padres y otros hermanos), decididos guerreros y alegres sufrientes del país que nos tocó en suerte.

Cientos de alumnos, queridos todos, convertidos en razones para estar en este planeta. Decenas de amigos comprometidos con alguna utopía...

Redondo y concluyente: cumplo felices 60 años.