La enfermedad senil del absolutismo
Digo “senil” sin hacer referencia
a individuos. Quiero hablar de idearios, de conjuntos de visiones sobre el
mundo a las que parecen no querer renunciar grupos y organizaciones sociales
que se han formado en algunos nichos de una sociedad, la mayoría de las veces
aprovechando poderes y privilegios heredados, y que se perciben por estos como “principios”
amenazados por la misma sociedad cuando decide avanzar, romper esquemas, saldar
cuentas con un pasado que a todas luces ha estado signado por el despojo, la
carencia de oportunidades, la imposición del silencio (o de la no escucha), la
negación de la mayor parte de los derechos que, paradójicamente, los grupos
seniles afirman proteger en sus “principios”.
Qué difícil aceptar que el mundo
no es de un solo color, que no obedece a las leyes que rigen el entorno cerrado
en el que uno se mueve. La democracia no funciona porque a la idea de
participación se la ha condicionado a la de representación, y para que alguien quiera y pueda efectivamente representar a otros —al menos en contextos como el colombiano— se
requiere contar con organizaciones fuertes, con ingentes recursos, con previas cuotas
de poder. Lejos están los románticos ejemplos de personajes que accedieron al
poder únicamente por sus méritos, por la nobleza de sus ideales, por la calidad
del compromiso que asumieron con otros, por su desprendimiento, por su
capacidad para enterarse de las legítimas aspiraciones de otros, por la
confianza que fueron capaces de construir al trabajar con honestidad y sin
privilegiar exclusivamente sus intereses y los de quienes les rodeaban.
La senilidad, en estos casos, se manifiesta
en ideas como la de que solo cuando el “iluminado” habla, piensa o actúa, el
mundo se mueve, y que se mueve hacia donde debe. La senilidad del absolutismo,
como enfermedad, la contraen (atrayéndola como un imán) quienes no pueden
aceptar que hay puntos de vista diferentes, percepciones distintas sobre lo que
acontece, soluciones diversas para un mismo problema. Esa senilidad contraría
inclusive la poética idea de que “se hace camino al andar”, porque sólo la acepta
cuando el camino se acomoda a su mezquindad, a su miopía, a su grupo o a su
clase o su partido.
La enfermedad se puede
diagnosticar con relativa facilidad cuando el absolutista (que podemos llamar
también fundamentalista —o mesías o mesiánico, dos aspectos de la misma
condición— o “ideólogo”) atribuye a sus contradictores ideas que considera universalmente
inaceptables, intenciones que ética y moralmente la sociedad descalifica,
actuaciones que la sociedad reprueba. El enfermo calumnia, difama, escribe
cartas insultantes con versiones amañadas, fantasiosas e infames sobre aquellos
que no comparten su pensamiento ni sus acciones. No es difícil llegar al
diagnóstico, y menos todavía sustentarlo.
Las pruebas de que existe la
enfermedad y de que no es muy difícil diagnosticarla están al alcance de cada
persona que lee esta nota. Piensen en su entorno familiar, en el más amplio de
su ciudad, en el del país, en el planeta. El autoritarismo y el absolutismo,
decir fundamentalismo es igual, son rasgos distintivos de quienes se asumen
como detentadores de verdades no solo irrefutables (la debilidad de los
planteamientos irrefutables es que se sustentan en creencias —con la fe no se
discute— o en prejuicios) sino, además, inspirados en ideales que —dicen los
seniles— sirven a todos.
Como no interesa aquí dar nombres,
diremos finalmente que el modo de combatir los terribles efectos de la
enfermedad es esforzarse por comprender los hechos y sus antecedentes. No es
fácil, porque hay antecedentes remotos y antecedentes cercanos, y nos han
acostumbrado (el sistema educativo, las prácticas políticas, la tradición
institucional, las costumbres familiares) a pensar únicamente en la eficacia y
la eficiencia (inmediatas) de cada decisión.
Creo que Colombia no existe: hay
que inventarla. Los enfermos no podrán hacer contribución alguna.
Luis Jaime Ariza Tello