La primera (para la segunda faltan quince días)
Se creerá que los bancos tienen todas las de ganar
y que nosotros, sufridos pero no siempre pacientes usuarios de lo que en esas
instituciones dan en llamar “servicios”, aceptamos no sólo de buen grado sino
con humildad de bueyes sus estudiadamente “leves” atropellos de cada día.
Pero no hay tal. Gervasio Domínguez ha estudiado,
con la minuciosidad que caracteriza a los colombianos de bien, algunos modos de
incomodar (es lo menos que se puede) a los funcionarios de una entidad crediticia
española que, en adelante (hay que
cuidarse), llamaremos simplemente “banco”.
Gervasio ha cancelado cumplidamente sus
obligaciones hipotecarias durante seis años. Cada fin de mes acudió a alguna de
las sucursales del banco, hizo la fila respectiva e hizo el pago
correspondiente a la cuota vencida de cada ocasión. Pero advirtió, ya en la
tercera cuota, que las cuotas no se pueden pagar con la cifra exacta que
indican las puntuales facturas que llegan a su casa. Por ejemplo, el último mes
debía abonar seiscientos setenta y un mil ciento diecinueve pesos. Como en
Colombia se abolieron las monedas de uno, cinco, diez y veinte pesos, dejando
solamente en circulación las de cincuenta, cien y quinientos, entregó al cajero
de turno seiscientos setenta y un mil ciento cincuenta. El tipo lo miró un poco
extrañado, pues seguramente hubiera esperado dos monedas de cien en lugar de
tres de cincuenta, pero aceptó el pago sin más, cuidándose muy bien de ingresar
en su computador el valor que indicaba la factura. Total, Gervasio perdió
apenas treinta y un pesitos.
Pero Gervasio ha aprendido a ser desconfiado, y se
tomó el trabajo de buscar en Internet cuántos clientes podría tener el banco,
sin contar las personas que acuden a sus oficinas a pagar servicios públicos u
otros “servicios bancarios”. Como no halló cifras “oficiales” de la entidad,
pensó en hacer algunos cálculos con base en informaciones periodísticas,
publicidad del banco, investigaciones sobre el mercado hipotecario en el país y
cuantos datos pudo encontrar en la gran red. Justamente el día de sus dudas y
sus consultas, un periódico anunciaba que el banco había ampliado su cobertura
pues acababa de incorporar a su red de oficinas (250) las de otro banco (132),
tras una operación de “fusión por absorción” felizmente oficializada la semana
anterior.
Gervasio pensó que si era cierto que el banco,
como se jactaba en sus informes, había llegado a abarcar el veintidós por
ciento del mercado hipotecario del país, no podría contar con menos de un
millón de clientes, cifra que le pareció “redonda y simple”, como explicó
después de intentar cálculos más precisos pero dándole ventaja al banco en
cuanto al número de ciudadanos que cancelan cuotas de créditos cada mes “en
toda la geografía nacional”, como anotó mi buen amigo.
Además, Gervasio imaginó (porque la imaginación
también cuenta a la hora de hacer cuentas) que del millón de clientes que
mensualmente pagaban alguna cuota al banco, o recibos de servicios públicos, o
“servicios bancarios”, no menos de un 80% tendrían que cancelar cifras “no
redondas” (es decir, cerca de ochocientos mil pagarían al banco cuentas que se
expresarían en términos de pesos que no llegarían a cientos): en el peor de los
casos —para el banco— alguien tendría que enfrentar una cifra como dos millones
seiscientos cincuenta y nueve mil novecientos noventa y nueve mil pesos, de
manera que el banco se ganaría un peso sin hacer más que el recaudo. Pero
seguramente (imaginó Gervasio) el banco obtendría ganancias mayores, porque es
más que inusual que en los cobros aparezcan cifras tan cercanas a un cien
redondo.
Así las cosas, lo que Gervasio entendió es que el
banco se hacía a unas buenas ganancias al no tener que devolver el excedente
que pagaban sus clientes al hacer los pagos por sus facturas mensuales de
hipotecas y otros servicios bancarios.
Gervasio pensó: “Si estos tipos tienen un millón
de clientes, y si del millón de clientes un 80% paga cuotas mensuales que no llegan
a cientos “redondos”, es posible que en promedio esos clientes le dejen al
banco más o menos 20 pesos por cada transacción, lo que significa que el banco
gana veinte millones de pesos cada mes, dinero que le sirve para pagar a diez
cajeros (los bancos, y éste en particular, no pagan dos millones de pesos por
cajero cada mes).
—
Malditos
—dijo Gervasio, y calló, mientras pensaba en su venganza.
Como el banco advertía a los clientes que debían
cancelar sus cuotas en las fechas previstas, para poder liquidar con exactitud
intereses o beneficios, Gervasio pensó que si pagaba sus cuotas unos días antes
del vencimiento el banco debería reducir el monto de los pagos siguientes.
Al banco esto no le gustaba, aunque por ley debía
advertirlo a sus clientes: si pagan antes de la fecha de vencimiento de las
cuotas pactadas tendremos que reducir al importe de las siguientes, y eso no
solamente nos duele sino que implica que trabajemos: lo mejor es que paguen en
las fechas que fijamos (que están claramente indicadas en las facturas que
enviamos a sus casas).
Gervasio dijo:
—
¡La berraquera!
¡Los jodí!
Y adelantó ahorros, y apuró fechas, y dejó de
freír un huevo tres días antes de la fecha en la que el banco esperaba la
siguiente cuota. Y pagó lo que “el sistema” indicaba. Y el cajero le dijo que
no era bueno cancelar antes de lo indicado. Y Gervasio no dijo nada (tendrían
que re-liquidar los pagos, y perderían algunos pesos, y habría algo más de
costos por papelería y tiempos de trabajo de algunos empleados).
El mes siguiente Gervasio halló que en su
factura la cuota se reducía en cuarenta y tres pesos. El logro no le pareció tan grande como las ganancias mensuales del banco, pero pensó en el tiempo que habían debido dedicar dos o tres funcionarios para reliquidar sus cuotas, y en la obligada y mínima reducción de su siguiente pago. Y estaba feliz, y hasta con ganas de hacer públicos sus hallazgos.
Y Gervasio decidió, por una vez en más de quince
años, comprar una botella de buen vino e invitar a disfrutar —porque sí— a siete de sus mejores amigos.
Luis Jaime Ariza Tello